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Lipsí es una sorpresa para el viajero que huye del turismo de masas y busca algo fuera de lo convencional. Es una isla tranquila, ideal para aquellos que desean relajarse y caminar, pues tiene el tamaño preciso para descubrirla sin necesidad de automóvil. También es la isla de las iglesias (dicen que hay 48 en tan corto espacio). En cada recodo del camino aparece una, resplandeciente de blanco y azul, que muestra lo devotos que son sus habitantes (especialmente de Panagía tou Harou) y se remonta a la época cuando Lipsí pertenecía al monasterio de San Juan de Patmos, el cual todavía posee aquí algunas tierras.
No faltan las playas, de agua clara y limpia, en sus pequeñas bahías a las cuales se llega por senderos pedregosos, fáciles de caminar gracias a su geografía poco accidentada.
Lipsí todavía no ha sido descubierta por el “gran turismo”, aunque desgraciadamente está experimentando un desarrollo constructivo preocupante. Los pocos turistas que llegan suelen ser familias de origen italiano, alemán o francés, principalmente, que acaparan la atención de los autóctonos y disfrutan de su belleza y tranquilidad. La población de Lipsí es amable y hospitalaria. A la que ven a uno un par de veces (algo normal si se queda más de un día, ya que sólo hay un pueblo en toda la isla) lo saludan como si lo conocieran de toda la vida.
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